abril 16, 2009

Revisitando El exorcista


EL HORROR SIN TIEMPO

La considerada como “la película más terrorífica de todos los tiempos” quizás lo sea porque actualiza un horror sin fronteras cronológicas ni geográficas: el del demonio, llamado de mil maneras y expresado en mil rostros, pero siempre presente en el imaginario colectivo de cualquier cultura. Y porque actualiza además un terror privado y universal a la vez: el del “demonio en el cuerpo”, a saber, la locura que todo ser humano siente o presiente en algún momento de su vida.

1. Los escenarios, los idiomas

La primera escena, desarrollada en unas excavaciones arqueológicas en el Norte de Iraq, advierte del enfrentamiento esencial que gravita en la película: civilización vs. cultura. Los arqueólogos han llegado desde el mundo civilizado a desenterrar (a profanar, por tanto) la memoria de los primitivos. Esa memoria pre-cultural, desvinculada del todo de lo racional, guarda la figura del diablo, que a partir de ese momento queda libre para interferir en el universo de la civilización. La respuesta a la profanación de los arqueólogos es la profanación de la figura de la Virgen en la iglesia de Washington.

El conflicto entre los dos universos mencionados también se articula por los idiomas empleados en el film. El árabe que todos hablan en Iraq, el griego en el que se comunican el Padre Karras y su madre, el latín usado en el exorcismo y la retahíla idiomática con la que Regan habla ocasionalmente representan modos de comunicación no civilizados, establecen vínculos emocionales (no racionales) entre los personajes, o aluden a un estado de fe y de credulidad en los respectivos hablantes. Por el contrario, el inglés lo emplean los representantes del mundo de la incredulidad, de la ausencia de fe, del desconocimiento de la verdad y de la ciencia médica. Regan transita por un camino de transición entre un mundo y otro cuando, aún no poseída por el demonio, comienza a blasfemar y a ser capaz de comunicar presagios irracionales (“Usted morirá en el espacio”).

2. La iconografía

Hay casi en cada escena un objeto al menos que actúa como icono o emblema de su significado. Obedeciendo a la articulación mencionada entre mundos en conflicto, en la órbita de lo no civilizado se concentran figuras de piedra (las de la excavación iraquí) o animales no domesticados (la lucha de los perros en la primera escena); mientras que la órbita de la civilización está ocupada, en principio, por una iconografía médica (scanners, jeringuillas, quirófanos, radiografías, etc). La invasión de alguno de estos objetos en el espacio que no le pertenece anuncia el problema. Así, la güija que Regan encuentra en el sótano o las figuritas de barro moldeadas por la niña que el policía localiza en la cocina de su casa.

En el espacio intermedio –en el que debe producirse la solución del conflicto- se ubica la iconografía cristiana: el crucifijo, el agua bendita y el alzacuellos de los sacerdotes, que Regan acabará convirtiendo en su objeto de culto.

Por último, el objeto central de toda la iconografía de la película es la cama de Regan. En la cama se produce el sueño, es decir, un estado de irracionalidad y de indefensión que facilita la comunicación entre el mundo racional y el sobrenatural. El demonio penetra en el cuerpo de Regan mientras la niña duerme y el escenario de la cama acoge toda la tragedia posterior.

3. Medicina, psiquiatría, fe

The Exorcist aparece en un momento de crisis del mundo occidental que, a partir de los años sesenta, comienza a dudar de la infalibilidad de sus progresos y conquistas. El movimiento hippy y, con él, las primeras iniciativas ecologistas y la valoración de las culturas primitivas denuncian la insuficiencia de la tecnología, de la medicina moderna y de la racionalidad para procurar la felicidad del ser humano. Lemas como “Haz el amor y no la guerra” tienen un significado más trascendental que el que su uso continuado y frívolo ha acabado por asignarle: aluden a lo primordial del lado emocional del individuo y denuncian el mecanicismo de las sociedades avanzadas.

En este estado de cosas, la película pone en juego la eficacia de tres terapias: la medicina, la psiquiatría y la oración, cuestionando que el conocimiento esté indisolublemente ligado a la racionalidad.

Los médicos que hacen el primer diagnóstico de Regan se resisten a recurrir a la psiquiatría, entendiendo que ésta está en la orilla de la magia: “Ya sé que es tentador recurrir a la psiquiatría, pero todo psiquiatra razonable eliminaría antes las posibilidades somáticas”. Por su parte, el psiquiatra que pregunta a Regan si hay alguien dentro de ella renuncia a intentar la curación al verse incapaz de enfrentarse a lo que diagnostica como “posesión sonambulista, un tipo de trastorno propio de culturas primitivas”. Por fin, la última esperanza se deposita en la oración, a la que recurre Chris MacNeil, una madre no creyente que, no obstante, tiene la certeza de que el amor por su hija es el único camino para recuperarla y que, como actriz (no parece casual) se ha consagrado con una película titulada Ángel.

4. Ritualidad y folklore

Visto el fracaso de la civilización para ayudar a Regan, la narración se instala en la órbita de lo primitivo, y el exorcismo transita por la iconografía folklórica más pura. En tal sentido, la película reproduce dos mitos primordiales comunes a toda la cultura occidental: el que alude al paso de la edad impúber a la adulta (rito de tránsito), y que en el caso de Regan se actualiza como posesión demoníaca y posterior conversión a la fe; y paralelamente el de la ancestral expulsión del paraíso como consecuencia de haber cedido a la tentación del Demonio.

Despedirse de la niñez y prepararse a ingresar en el mundo adulto se interpreta en la cultura tradicional como el conocimiento crítico del sexo y del amor. Hay (o ha habido) una múltiple ritualidad en todo el folklore europeo y americano básicamente referida a este significado, y exclusivamente centrada en la figura de la mujer. Tales usos, prácticas y costumbres despliegan una serie de ceremonias en la que la niña-mujer toma un primer contacto simbólico con la vegetación, con el aire o con el agua, elementos que simbolizan la sexualidad y la procreación a ella asociada. El ritual traumático de Regan se materializa en el descubrimiento que la niña hace de su propio sexo, que protege agresivamente ante el médico (“Quita tus sucios dedos de mi coño”), así como en la masturbación violenta que lleva a cabo ante su aterrorizada madre. Tales indicios llevan a suponer que la puerta de entrada al cuerpo de Regan es su vagina y que el Demonio, en alguno de los momentos en que está la ventana abierta y la habitación invadida por el aire, ha penetrado por ahí.

Invadido el cuerpo de la niña por el Maligno, la única posibilidad de expulsión del mismo es la boca, ventana del cuerpo tradicionalmente interpretada como espacio de comunicación entre el alma humana y lo sobrenatural. En la tradición cristiana europea, por ejemplo, bostezar ha sido durante siglos un gesto que implicaba el peligro de que el alma se escabullera por la boca en ese momento, o de que el Demonio aprovechara para entrar, de ahí que el bostezo haya estado acompañado secularmente del rito de trazar una cruz sobre la boca con el pulgar derecho. Al respecto, el escritor aragonés Ramón J. Sender trae a colación este testimonio en su novela El verdugo afable (1970): “Los campesinos de mi tierra tienen miedo al aire, por eso cuando bostezan se hacen con la mano una cruz sobre la boca; hay quien dice que es una superstición medieval, pero yo creo que eso lo hacían ya antes de la era cristiana, y que la cruz no es cruz, sino un signo cabalístico".


Las imágenes de Regan vomitando una sustancia demoníaca son idénticas a una larguísima tradición iconográfica de exvotos que representan sujetos endemoniados (en realidad enfermos epilépticos) milagrosamente curados por la divinidad que, al interceder, consigue que de la boca del “poseso” salgan disparados los pequeños demonios que invadían su alma. Regan, además, participa en su metamorfosis del principal indicio con el que el cristianismo reconoce el contacto íntimo del ser humano con el Diablo: la animalización. Así lo evidencia en su estremecedora bajada por las escaleras a la manera de una araña.

5. Epílogo

Las líneas anteriores son únicamente unos apuntes para comenzar a reflexionar y a debatir sobre el lugar que ocupa El exorcista en nuestra memoria cultural. Es una de las lecturas más sugerentes –pero no la única- de la película.

Otra vertiente igual de interesante es cómo se articula esta narración fílmica en la historia de la moral española de los últimos treinta años. Que yo recuerde, la película se estrenó en España en 1975, el año de la muerte de Franco, en un momento en que este país trataba también de abrir la boca para expulsar sus demonios. A las niñas que por entonces teníamos la edad de Regan, las monjas del colegio nos prohibieron explícitamente ir al cine, a la vez que nos recomendaban (lo recuerdo bien) que durmiéramos con las piernas cruzadas. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué ha pasado desde entonces?


Este texto sirvió de presentación a la película en las Jornadas Images Cultures de la Universidad de Cádiz.

abril 14, 2009

No labios

A Lola Dueñas no le van a dar ningún Goya ni nada parecido por su interpretación en Los abrazos rotos porque este año le toca ganar a los detractores de Almodóvar, que son muchos y muy cutres, y porque tendrán preparado para el triunfo algún melodrama de la guerra civil en el que los franquistas aparenten ser seres humanos. Y todo eso.
Para quienes obvien estas tonterías, serán inolvidables los momentos en que Lola Dueñas aparece en la última película de Almodóvar. Delatando la incomunicación, el aislamiento dramático y la soledad. Escondiendo la verdadera razón que una mujer puede tener para declarar no saber nada sobre la tragedia que tiene ante sus ojos.

julio 08, 2007

Ficción (Cesc Gay, 2006)


Cuenta Kafka en algún lugar que, cierto día, halló desconsolada a su pequeña sobrina porque había perdido su muñeca. La niña lloraba tanto que él optó por explicarle que la muñeca no se había perdido, sino que simplemente se había ido de viaje porque necesitaba ver un poco de mundo, pero que la prueba de que no la olvidaba era que recibiría cada día una carta suya desde el lugar en el que se encontrara. El escritor envió cartas diarias a la niña durante más de un mes, hasta que la niña olvidó su dolor. Kafka concluye que la enseñanza es que no podemos vivir sin ficción, que pereceríamos de pura pena si no creyéramos en una historia que no nos pertenece.

La película de Cesc Gay renuncia a cualquier otro argumento que no sea ése y, titulándose como se titula y afrontando lo que afronta, nos desgarra y nos consuela con la idea absoluta de que nuestra realidad más íntima es nuestra ficción. A decir del director, su película trata de la contención, de lo que no se puede o no se debe expresar, y tiene un final abierto. Ni lo uno ni lo otro es cierto. Los cuerpos y las pocas palabras (bendito bergmaniano en estado de gracia este Gay) se desbordan por las pupilas dilatadas. Y el final es esperanzado. Es que si no nos moriríamos de pura pena. Véanla.

abril 06, 2007

Devocionario de Santa Catalina

Ana Rossetti, Los desposorios místicos de Santa Catalina (Murillo)
Museo de Cádiz, 13 de marzo de 2007


La asociación Qultura convoca una vez al mes el ciclo Voces en el museo, dedicado al encuentro entre la literatura y el arte y, en concreto, al diálogo vivo entre la escritura de autores contemporáneos y las piezas artísticas que pueblan el Museo Arqueológico y de Bellas Artes de Cádiz. En las últimas convocatorias, Gustavo Martín Garzo habló, en medio de Zurbaranes, de la blancura de los monjes de Zurbarán y de la blancura del papel vertiginoso al que se enfrenta el escritor, y José Manuel Caballero Bonald hizo lo propio sobre un sencillo y enigmático vaso fenicio; en las semanas siguientes serán las estelas funerarias y los frágiles lacrimarios los objetos del diálogo. El pasado 13 de marzo Ana Rossetti desgranó la leyenda y la historia de Santa Catalina de Alejandría al pie de Los desposorios místicos de la santa, obra de Murillo. Éste es el texto de presentación.
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Muchas gracias a la asociación Qultura por contar conmigo en este programa de Voces en el Museo, y en especial muchas gracias a mi buena amiga (literalmente ambas cosas: buena y amiga) Ana Rodríguez Tenorio, por si no lo saben la mejor escritora residente en Cádiz que conozco: eso que ha perdido el Diario y eso que hemos ganado quienes recibimos sus correos electrónicos y sus “cositas escritas”, como ella suele llamarlas.

Ana Tenorio me ha encargado presentar a Ana Rossetti para que ella hable de Los desposorios místicos de Santa Catalina, así que –de momento- todo queda entre señoras. La Santa Catalina de Murillo es esa pintura grande y hermosa que un afortunado día llegó al Museo desde el Convento de Capuchinos, y que retrata la escena sin tiempo de la bienaventurada mártir accediendo a la intimidad divina. Ana Rossetti es esta mujer grande y hermosa que a los ateos y malhablados jóvenes de mi generación nos enseñó que los héroes y los santos tienen mucho más a flor de piel el deseo de lo que parece, y que la espiritualidad no está reñida con la carne. Ni muchísimo menos.

Ignoro si Ana Rossetti ha elegido a Santa Catalina o ha sido la santa quien le ha pedido que pregone su martirio y milagro. En cualquier caso, la gente se encuentra cuando se tiene que encontrar y los desencuentros no pasan a la historia. Me pregunto –me he preguntado estos días atrás, revisando sus libros- si la de Alejandría y la de la Isla de León ya llegaron a decirse cosas en el corro infantil de la memoria, si hubo ya allí ciertos devaneos místicos de la una y terrenales de la otra. Y no me cabe duda. Lo más seguro es que la escritora fuera más consciente que ninguna de las niñas de la rueda cuando cantaba En la baranda del cielo / hay una dama sentada / vestida de azul y blanco / que Catalina se llama, / levántate, Catalina, / que Jesucristo te llama… De no ser así, jamás hubiera alcanzado a ver, con muy pocos años, que el verso es, más que nada, una forma de conocimiento de lo que a la mayoría de los seres humanos se nos oculta.

Blandiendo esta arma –la del verdadero verso- Ana Rossetti irrumpe en la poética de los ochenta y nos deja boquiabiertos –y excitadísimos, todo hay que decirlo- con cuatro libros muy importantes: Los devaneos de Erato, Dióscuros, Indicios vehementes y Devocionario. Alcanza ya con el primero a obtener el Premio Gules de Poesía, y con el tercero a proponerse otras búsquedas, que como siempre se adelantan a la moral de la moneda en curso de cada momento, arañando principios acomodaticios.

Quizás se esperara en los ochenta que una mujer que recién empuñaba la pluma de la poesía tenía que hablar irremediablemente en términos denotativos y domésticos del sexo por conquistar y de la libertad debida por la historia. No fue así. A Rossetti, por su cuenta y riesgo, ya le había dado tiempo a conquistar el placer y a ser libre dentro de los uniformes de cuello duro y de la obligación de dormir con las piernas cruzadas que, a todas, nuestras respectivas monjas escolares nos impusieron. Pero creo que lo más importante de los Devaneos de Erato y de los primeros libros es el discernimiento lúcido de que la experiencia intelectual, la emotiva y la de la carne no pueden ni deben ser discernidas. Me sigue deslumbrando en ese sentido lo trascendental que para la vida llegan a ser la seda y el moaré en aquellos poemas, y la agitada representación que del propio amor de juventud obtenía con la lectura de los devaneos de Cibeles, Artemis, Julieta o Isolda.

Pero hay más. En una entrevista concedida a Jesús Fernández Palacios –ya saben, el marido de la mejor escritora de esta ciudad- en 1983, Ana Rossetti advierte que “en los Devaneos hay algo que ya no me funciona estéticamente. Demasiado Apolo Suróctono. Y todo en esta vida no van a ser curvas praxitélicas habiendo existido un James Dean, por ejemplo”. A mi modo de ver, ese propósito de pensar en la creación como un continuo “de aquí en adelante” se convierte en vital también temprana y milagrosamente. Parece en buena medida ser lo responsable de la incorporación a su escritura de lo místico, y también de lo infantil y también de la intimidad doméstica, pero no domesticada, que sucesivamente van gestando un mundo propio (pero a nadie ajeno) indistintamente formulado en el verso y la prosa.

Devocionario, que obtuvo el Premio Rey Juan Carlos de poesía en 1985, ya tiene todas esas claves. Ya hubiera entendido allí la autora que esta Santa Catalina de Murillo pertenece a la órbita más apasionada del amor en la misma medida que a la memoria infantil, tanto a la aventura mundana como a la mesa camilla, igual a la experiencia de desprenderse de lo tangible saliendo “a oscuras y en celada” del propio cuerpo, que a la de la “regalada llaga” y turbadora herida de la sangre.

Entiendo que los premios, para la obra de Rossetti, no han tenido el sentido de “es el mejor texto presentado”, sino el de “es la única que se atreve a decirlo”, lo cual debe haberse hecho siempre tan evidente que su escritura no ha tenido más remedio que ser digerida por quienes se han ido quedando sin argumentos. El de la Sonrisa Vertical de Novela Erótica, por ejemplo, para Alevosías, habla de ello, y establece un antes y un después para quienes quisieren componer con el erotismo un discurso válido. Y lo mismo diría yo del Premio Meridiana, concedido por la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres. A una autora que jamás se ha desenvuelto con consignas parciales sobre el asunto, sino desde la convicción intuitiva de que somos todos interlocutores en la cama y en la palabra o esto no tiene sentido.

La Medalla de Plata de Andalucía otorgada por el conjunto de su obra me hace, en fin, pensar en tal conjunto, al que no encuentro tan diverso, heterogéneo y pluritemático como algunos, con la mejor intención, han apuntado. El paso del verso a la novela, de ésta al cuento, los paseos por el teatro de la escritura de Rossetti, sus baúles para niños repletos de momias, de lluvia o de piratas, son, más que piezas disímiles, piezas de una vidriera luminosa que todavía se está completando, a la manera de las estrofas del Cántico Espiritual de su querido San Juan: imposible –por inconveniente- caminarlas con una guía de migas de pan; de retos idénticos para quien lee: renunciar a la pereza, abandonarse a la confusión, mezclar el propio olor y la propia memoria con lo que allí se convoca. En fin, reconocerse.

No sé -como decía- si Ana ha elegido el cuadro, pero no cabe duda de que Santa Catalina, liberada de su rueda de cuchillos y navajas por los ángeles y ejecutora moral de un padre que –como tantos- sólo quería lo mejor para ella, no podría haber tenido mejor comentarista. Tiene la palabra, de aquí en adelante, Ana Rossetti.

marzo 09, 2007

Dejar vivir: feminismo y pedagogía

Mujeres y hombres presenciando una
representación de teatro de las Misiones Pedagógicas

Entre 1900 y 1936 (y esta última frontera no es, como en otros casos de la Historia, simbólica, sino ferozmente real) el proceso de liberación de la mujer de las añejas estructuras patriarcales tuvo un sesgo marcadamente pedagógico. El krausismo y su hija predilecta en España, la Institución Libre de Enseñanza, promovieron la idea esencial de que sólo una reforma profunda y responsable de la educación podría garantizar cierto futuro al anhelo de igualdad entre hombres y mujeres. Los intelectuales noventayochistas, primero, y, después, la generación que dio a nuestra cultura productos tan brillantes como el grupo del 27, actuaron unánimemente desde sus respectivos campos de trabajo, explotando de éstos la dimensión educacional que cualquiera de ellos pudiera tener.

Eran los herederos del proyecto ilustrado -no del todo desvanecido por el romanticismo tradicionalista que había campeado por la cultura española del siglo XIX-, pero proponían una nueva Ilustración, crítica por lo demás con las blandenguerías de Rousseau. En tal sentido se expresaba un hombre de ideario emblemático, Manuel B. Cossío, fundador de las Misiones pedagógicas: “De ahí que la acción de educar no pueda limitarse, como piensa Rousseau, al hecho de dejar vivir. Es preciso dejar vivir. Pero es, además, necesario vivificar, hacer vivir, dar vida, es decir, proporcionar las condiciones y los medios indispensables para que sea posible una vida auténtica y plena. Es preciso vivir. Pero es, además, indispensable vivir bien”. Las Misiones Pedagógicas –de breve pero intenso trecho vital, entre 1931 y 1936- cumplieron con el noble propósito de construir diálogos hasta entonces imposibles: el de campo-ciudad, y el de hombres-mujeres, basados no sólo en la “redención” del campesinado o de la mujer, sino en la recíproca valoración de los interlocutores y en el reconocimiento de todos como ciudadanos con plenitud de derechos.

En esas tres décadas largas que culminaron en la labor de las Misiones sucedieron cosas trascendentales, y lo más trascendental es que sucedieron no a golpe de decreto ni a nivel de la epidermis de la cultura (la de elite), sino en el trasiego y el murmullo aldeano, y en el cimbreo diario de la cultura popular urbana, en continua transformación. Los testimonios y documentos que de aquello quedan son una minúscula punta de iceberg, pero insinúan tanto lo que estaba pasando y no llegó a pasar que causan estremecimiento.

Hacia 1915, por ejemplo, Faustina Álvarez se convirtió en la primera Inspectora de Enseñanza Primaria de la historia del magisterio español. Era leonesa, pero el destino la llevó hasta una aldea asturiana, Besullo, donde nacieron sus cinco hijos. Entre ellos, Alejandro que, andando el tiempo, se apellidaría Casona y plasmaría en un teatro lleno de humor y pedagogía (Nuestra Natacha u Otra vez el diablo) las ideas libertarias y feministas de su madre. Al tiempo que estas piezas del hijo de doña Faustina se estrenaban en Madrid, Jimena Menéndez Pidal –hija esta vez de Menéndez Pidal, de la Institución Libre de Enseñanza y, sobre todo, de María Goyri, la primera alumna que pisó un aula universitaria- revolvía las convicciones y las leyes de la academia para que le permitieran estudiar lenguas clásicas, cosa que por supuesto consiguió. Por los mismos años, una actriz genial para todos y extravagante para unos cuantos, Margarita Xirgu, dominaba las tablas de ese teatro popular y pedagógico que le escribía Casona e interpretaba un papel masculino en cierta obra que dejó a muchos perplejos y dubitativos. A la vez, en 1929, un autor controvertido que habría de acabar sus días años después en el Penal del Dueso, Cipriano Rivas Cherif, estrenaba el primer drama de la historia del teatro español con conflicto lésbico, adelantándose así a la propuesta Lorquiana de El público, pero sin oportunidad de sentar grandes precedentes, puesto que la todavía vigente Dictadura de Primo de Rivera retiró pronto la obra de los escenarios.

Así las cosas, los años treinta se abrieron con república, escuela y teatro, entendidos como un mismo viaje de ida sin posibilidad de vuelta. Las Misiones Pedagógicas –como adelantaba- llevaron a más de cinco mil pueblos españoles pequeñas pero enjundiosas bibliotecas (cada una de un centenar de libros) para que en los niños y niñas prendiera el placer de la lectura; los libros eran custodiados por los maestros (se declinó la idea de hacer responsable a los párrocos), que igualmente fueron depositarios de los discos, gramófonos, rollos de cine y resto de material con que los misioneros pretendían esparcir lo que llamaron la “cultura de la felicidad”. Por aldeas, calles y plazas paseó el teatro ambulante de La Barraca, que a veces se cruzaba en los caminos con el Teatro del Pueblo, creado por Cossío y dirigido por Casona. El Teatro del Pueblo llevaba en su repertorio farsas, jácaras, entremeses y otras piezas breves de los autores del Siglo de Oro, y también adaptaciones que casi sobre la marcha hacían los entusiastas misioneros para que su público se acercara a Cervantes o a Boccaccio. En los escenarios improvisados y en las aulas infantiles pudo escucharse entonces a los espontáneos actores declamar parlamentos como éste: “- Eso no, querido. Los hombres lleváis demasiado tiempo haciendo justicia y ya tenéis callos de costumbre. Ahora, por una vez, vamos a hacer justicia las mujeres… ¡Prevengan sillas!”.
Publicado el La Voz de Cádiz el 8 de marzo de 2007

diciembre 12, 2006

Bibliotecas devastadas

Biblioteca de la Universidad de Basora, 2006



Biblioteca Nacional de Bagdad, 2006


Con esta quema de libros también contribuimos al edificio de la España, Una, Grande y Libre. Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas; a los de la leyenda negra, anticatólicos; a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los del modernismo extravagante, a los cursis, a los cobardes, a los seudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos chabacanos (…) En España los hombres jóvenes tienen el valor de quemar vuestros libros y, sobre todo, de quemarlos sin un gesto de aflición”

(Diario Arriba, 2 de mayo de 1939. Comentario al “Auto de Fe” celebrado a las puertas de la Universidad Central de Madrid el 30 de abril del mismo año)

diciembre 03, 2006

El ilusionista, Norton y el romanticismo



Hemos dado en creer, con los pasos de unos siglos a otros, que el Romanticismo decimonónico tuvo que ver principalmente con el romance, a saber: encuentro amoroso preferentemente desdichado y de final trágico. El amor y sus desdichas estaban descartados: los románticos del XIX se asignan el étimo del romance inglés o del román francés (novela extensa de aventuras para nosotros) queriendo significarse así como individuos capaces de ver lo imaginable, de palpar lo intangible, conscientes de que no todo lo que nos rodea es realidad. Por algo –no es casual- el cine aparece como epígono de éstos, a finales de esa centuria, abatiendo de miedo a todos cuantos en aquella sala presenciaron la llegada del tren.

La película de Neil Burger es romántica; Eisenheim es un romántico: cuando cubre a Sophie con la capa roja y la enfrenta al espejo sabe que su vida comienza ahí, en la humildad de aceptar que el azogue y sus figuras son otra posibilidad a la que Leopoldo le ofrece, en el poder humano de saberlo.

noviembre 23, 2006

Piedra del Molino, revista de poesía

Hay una calle en Arcos de la Frontera, conocida desde siempre como "Piedra del Molino", que viene a ser un breve remanso en las pinas cuestas que enlazan el Barrio Alto y el Bajo. En su caso número cuatro, hubo un molino aceitero -posteriormente, uno de trigo- y su piedra bautizó esta esencial arteria, con un nombre que sigue vivo en el decir popular, y que cubre, como grueso brochazo de cal, cualquier otro que oficialmente pueda asignársele.

(De la editorial del número 5 de Piedra del Molino, primavera de 2006, Ayuntamiento de Arcos de la Frontera)

"Poemas", "Traducciones" y "El vasar" (propuestas de lecturas) sostienen la esmerada edición de esta revista, que acoge textos "rigurosamente inéditos", buscados con despacio, mucho gusto y poca solemnidad entre poetas más y menos conocidos, cercanos y lejanos en el tiempo y en el espacio. Entre poetas. Sorprende que quienes hacen "Piedra del Molino" sigan creyendo que en el papel y en la letra y en la paciencia y en el silencio únicamente está la poesía.

IL POETA
Il poeta non lo trovi
mai dove te lo aspetti:
come il cuculo (tra gli animali)
o come i matti, è sempre altrove.
AL POETA
Al poeta nunca lo encuentras
donde te esperas:
como el cuclillo (entre los animales)
o como los locos, está siempre en otra parte.
Gerardo Vacana (Frosinone, Italia, 1929); traducción de Carlos Vitale

octubre 08, 2006

Votos en blanco


Si pensamos que hasta 1945 no se permitió votar a las mujeres en Francia e Italia, que la Argentina de Perón (y sobre todo la de Eva Perón) dio el paso en 1947, y que países como Suiza se demoraron hasta 1971 para “aceptar” el voto femenino, el hecho de que en España las Cortes Constituyentes de la II República aprobaran el sufragio de todos y todas en 1931 puede darnos una idea aproximada de hasta qué punto fuimos temprana y ocasionalmente civilizados. Pero nos da también una idea de la desolación social y moral que acarreó la Guerra Civil y la Dictadura, postergando el derecho conquistado cuarenta años, y aplazando hasta 1975 el reconocimiento de una plena capacidad jurídica para las mujeres.

Los medios lo han contado en estos días hasta la saciedad: el convincente discurso de Clara Campoamor ante las Cortes el 30 de septiembre de 1931 en defensa del electorado femenino logró arañar los votos suficientes para que el 1 de octubre su propuesta triunfara, pese a los argumentos en contra esgrimidos por otra diputada, Victoria Kent, quien temía que la participación de las mujeres en las urnas implicara el triunfo de la derecha y aconsejaba, por ello, esperar a que las españolas estuviesen lo suficientemente formadas como para afrontar tal responsabilidad. El que el estreno del sufragio universal en las elecciones de 1933 diera la victoria a la derecha vino a confirmar tales temores y condenó a Campoamor a un primer exilio, puesto que sus propios compañeros de los partidos de izquierda la culpabilizaron del fracaso, apartándola de la vida política. Tres años después, como es sabido, la diputada radical emprendería el exilio definitivo, en el que murió en 1972.

El debate mantenido entre la izquierda y la izquierda (entre Kent y Campoamor) tiene, en cierto sentido, todavía vigencia, por mucho que sea evidente el derecho incondicional de las mujeres a votar. Aquel debate, en fin, tenía como sustancia el miedo y la dependencia, lacras que la mujer sigue padeciendo tras doblar la esquina del siglo XXI. Kent argumentaba que una población femenina con un 45% de analfabetismo y sin práctica alguna en la vida pública durante siglos se traduciría en un electorado profundamente sujeto a las decisiones de quienes sobre las mujeres ostentaban el poder, a saber: la Iglesia y el marido; y argumentaba que el temor a Dios y la resistencia a provocar discordias domésticas llevarían a las mujeres a depositar un voto esclavo. El propio temor de la izquierda a desbaratar la recién estrenada República por esta vía llevó así a proponer soluciones pintorescas, como la expuesta en el anteproyecto de ley de 1931, que sólo daba el voto a solteras o viudas, o el intento de elevar la mayoría de edad electoral de las mujeres a los 45 años. Dejando a un lado el chiste de que el electorado femenino realmente “preparado” (solteras y viudas letradas, ateas y mayores de 45 años) quedaba reducido desde estas consideraciones a un porcentaje ínfimo (frente al 100% de los hombres), el error básico de tal planteamiento parece residir más en dos factores muy de actualidad: lo oportuno o no de las actitudes paternalistas en la lucha por la igualdad de sexos, y la creencia de que la libertad y el pensamiento crítico inclinan al ser humano hacia posturas de izquierdas, y la sujeción emocional e intelectual hacia el extremo contrario.

Partir de tales presupuestos equivale a pensar, por una parte, que las mujeres (de algún modo inferiores) necesitan un guía superior que las oriente y conduzca por la mejor senda y, por otra, que el voto femenino, por serlo, tiene una determinada inclinación, como así se le supone al voto inmigrante o al voto homosexual.

Sobre lo primero se podría argumentar que las actitudes paternalistas sobran en el reconocimiento de sus derechos a las ciudadanas, pero no así las medidas de protección, con las que muchas veces aquéllas se confunden. Hay ahora, por ejemplo, un rechazo de la izquierda al ademán proteccionista que pueda implicar la aplicación de la Ley Integral de Violencia de Género, la cual sin embargo viene demostrando sus carencias precisamente por no ofrecer la protección suficiente. Se refería a ello hace unos días la Secretaria General de Políticas de Igualdad, Soledad Murillo, al defender que “no hay indicadores que nos digan que la ley no funciona, puesto que el 80 por ciento de las mujeres que han fallecido lo han hecho sin denunciar”. Lo que significa, por tanto, que la ley no funciona, o por lo menos no en la medida o en los momentos en que debería. Las que han muerto sin denunciar probablemente no han llegado a la denuncia por miedo: en consecuencia, la ley no nos ha quitado el miedo. A tres cuartos de siglo del derecho a las urnas, seguimos con el miedo en el cuerpo y los votos de las que ya se fueron sin denunciar y de las que, siguiendo aquí, nunca van a hacerlo, son votos en blanco.

¿Tiene, por lo demás, el voto femenino una determinada inclinación?, ¿es per se de izquierdas o de derechas? A primera vista, el que se trate de un colectivo históricamente oprimido nos haría situarlo en una predisposición a posturas de izquierda, liberadoras al menos de los yugos tradicionales. Pero esperar eso es cuando menos ingenuo. En Brasil, por ejemplo, la ausencia del voto de las mujeres (de diez millones de mujeres nada menos) ha traído a Lula de cabeza, puesto que, según los expertos, su tono vehemente, el pelo, la barba y el hecho de no prodigarse en apariciones públicas como amante esposo le restaba el apoyo femenino. ¿Cómo habría interpretado eso Victoria Kent? Las dependencias, los miedos y la desconfianza siguen impidiendo la aparición de pleno derecho de las mujeres como electorado, dejando así muchos votos en blanco.

Publicado en La Voz de Cádiz, el 7 de octubre de 2006

mayo 28, 2006

Crímenes ejemplares (exilios de Max Aub)

Los publicó Max Aub, por primera vez, en México D.F., en 1957, arguyendo en el prólogo (Confesión) que se trataba de "material de primera mano", confesiones recogidas a asesinos de Francia, España y México: "Todos desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevó al crimen, sin otro que dejarse arrastrar por su sentimiento". Sigue diciendo Aub que los mejores testimonios los extrajo de los cuerdos, y que los locos, en contra de lo previsto, le resultaron decepcionantes.

Esta es una pequeña antología de esos Crímenes ejemplares que procura evitar la monotonía, que es otro crimen.



* * *

Yo estoy seguro que se rió. ¡Se rió de lo que yo estaba aguantando! Era demasiado. Me metía y me volvía a meter la fresa sobre el nervio. Con toda intención. Nadie me quitará esa idea de la cabeza. Me tomaba el pelo: "que si eso lo aguantaba un niño". ¿Acaso a ustedes no les han metido nunca esas ruedecillas del demonio en una muela careada? Debieran felicitarme. Yo les aseguro que de aquí en adelante tendrán más cuidado. Quizá apreté demasiado. Pero tampoco soy responsable de que tuviese tan frágil el gaznate. Y de que se me pusiera tan a mano, tan seguro de sí, tan superior. Tan feliz.


* * *

- Un poquito más.No podía decir que no, y no puedo sufrir el arroz.- Si no repite otra vez, creeré que no le gusta.Yo no tenía ninguna confianza en aquella casa. Y quería conseguir un favor. Ya casi lo tenía en la mano. Pero aquel arroz...- Un poco más.- Un poquitín más.Estaba empachado. Sentí que iba a vomitar. Entonces no tuve más remedio que hacerlo. La pobre señora se quedó con los ojos abiertos, para siempre.


* * *

Lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía.


* * *

Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.


* * *

Estábamos al borde la acera, esperando el paso. Los automóviles se seguían a toda marcha, el uno tras del otro, pegados por sus luces. No tuve más que empujar un poquito. Llevábamos doce años de casados. No valía nada.


* * *

Mató a su hermanita la noche de Reyes para que todos los juguetes fuesen para ella.


* * *

Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga hablar, sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad, aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta.


* * *

¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado... ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en toditita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda allí a chutar como Dios manda.


* * *

FE DE ERRATAS:

Donde dice:
La maté porque era mía.
Debe decir:
La maté porque no era mía

mayo 19, 2006

Cereza roja sobre losas blancas: poesía


Maram al-Masri
Cereza roja sobre losas blancas (ed. bilingüe), Murcia, Lancelot, 2002
Te miro (ed. bilingüe), Murcia, Lancelot, 2005

(Ambos libros coeditados por el Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia y la Consejería de Educación y Cultura de Murcia)


Nacida en Lataquia (Siria) y formada en Damasco, Maram al-Masri (1962) lee sus cerezas en un árabe susurrante, pero del todo inteligible desde el corazón, en donde los sonidos traducen(antes de que lo haga el intérprete) el exacto significado de cada palabra.

Habría, por tanto, que procurar que alguien nos leyera estos poemas en voz alta antes de leerlos en privado. Su sentido primordial está en la voz, casi en el canto, del todo en el canturreo salmódico que una mujer tras otra, durante siglos, en todos los lugares, ha entonado veladamente. Cada poema es una gota brevísima y compleja, con la apariencia sencilla de las gotas de sangre, y con el contenido también sanguíneo de millones de células convocadas en rojo. La experiencia universal destilada.

Sólo desde la comprensión sensitiva de una jarcha, de un tanka, es posible la imposible tarea de determinar aquí la estilística. Y ni aún así. ¿Cómo es posible?, nos preguntamos al oír cada poema.

Quizás haya algún secreto vinculado a lo moral. Tal y como nos obliga el día a día, la moral tiene un tiempo, un hábito doloroso y un color pajizo y triste. Tal y como sospechamos con cierta clandestinidad, la moral es un vestido sin diseño previo, adaptable a cada cuerpo, y básicamente tejido de decencia y de respeto a uno mismo.

*
Soy la ladrona de los caramelos,
ante tu tienda
mis dedos se quedaron pegados,
y no conseguí
llevarme ninguno a
la boca.
*
Qué estupidez
al mínimo roce,
mi corazón se abre.
*
Golpes en la puerta.
¿Quién es?
Escondo el polvo de mi soledad
bajo la alfombra,
compongo mi sonrisa,
y abro.
*
Entran en nuestra vida
como arroyuelos;
y de repente
nos ahogamos en ellos,
y ya no sabemos
quién nos dio
el agua o la sal,
ni quién
dejó en nosotros
esta amargura.
*
Ella me abre
sus amplias puertas.
Me llama
y me empuja a abalanzarme,
libre,
hacia su espacio,
y como un pájaro
ante la puerta abierta de su jaula
no me atrevo.
*
Arden en llamas los árboles
al tocarlos
con mis dedos.
*
La anudo
entre la mandíbula y el paladar
con un pañuelo blanco
que aprieto en mi nuca,
como a los muertos
como a los prisioneros
para que, la palabra,
no estalle.
*
Esperaré
a que duerman los niños,
para dejar
que el cadáver
de mi fracaso
flote en la superficie.
*
Como me pediste
lavé los platos
fregué el suelo
limpié los cristales
planché las camisas
y leí a Dostoievski.

El malicioso tiempo que
normalmente vuela estando contigo
tic tac
tic tac
comenzó a caminar
*
Mi alegría y yo
esperamos
el aleteo de tus pasos.
*
Maté a mi padre
aquella noche
o aquel día
ya no lo sé,
huyendo con una sola maleta
que llené de sueños sin memoria,
y una fotografía
mía con él
de cuando era pequeña
y me llevaba en brazos.

Enterré a mi padre
en una hermosa caracola
en un profundo océano,
pero me encontró
escondida bajo la cama
temblando de miedo
y de soledad.
*

mayo 16, 2006

Cuando todos fumábamos


En la primavera de 1984 la muerte de Julio Cortázar hizo que durante semanas la Facultad de Filosofía y Letras de Cádiz se convirtiera en el lado de acá y el lado de allá. Aquella fiesta de luto fue recordada veinte años después, en la primavera de 2004, por un congreso (Veinte años sin Cortázar) y una exposición de viejas fotografías que Nieves Vázquez, la coordinadora del Congreso, tituló Cuando todos fumábamos. Este es el texto que comentaba aquella exposición. Está dedicado a todos los que en él se mencionan, a todos los que allí estaban y a todos los que fumaban. Besos para todos.

* * * * * * * *

Recibí las fotos que componen esta exposición hace tres semanas, por correo electrónico. Me las mandó Nieves Vázquez, con la petición de que hoy hablara -con lo que me puede quedar en la memoria de la alumna que fui en el 84- de aquella fiesta. Desde hace tres semanas (no sé por qué) no hago más que superar tentaciones.

Primero, superé la tentación de abrir los archivos inmediatamente y, antes que nada, escribí a Nieves un e-mail donde le decía que, a la vista de las fotos, iba a llorar larga y tendidamente. Me respondió de inmediato que adelante, pero que me aconsejaba seguir las “instrucciones para llorar” detalladas por Cortázar en Cronopios y famas, cuyo texto me adjuntaba.

A la vista de las “instrucciones para llorar” superé la tentación de llorar, puesto que no me creo capaz de seguir la disciplina científica desarrollada por Julio y un llanto que no sea de cronopio es simplemente una ridiculez.

Al leer las “instrucciones para llorar” me dieron unas enormes ganas de releer a Cortázar y rebusqué en las estanterías hasta apilar todos sus libros pero, a la vista de las fotos del 84, renuncié también a esa tentación, porque creo que mi deber, hoy, es contarles lo que pasó y no lo que yo ahora entiendo que pasó.

Pasé, por tanto, las fotos una y otra vez por la pantalla del ordenador y tuve la tentación de redactar una memoria elegíaca de lo jóvenes que éramos, de cuánto queríamos a Julio, de qué generación la nuestra tan ilusionada y tan original y tan culta y tan patatín patatán. Así que superé esa tentación, con el propósito honrado de contarles cómo éramos de verdad.

A medida que iba viendo las fotos, me rendí varias veces a la tentación del zoom y, creyéndome personaje cortazariano de Las babas del diablo, pasé algún tiempo acercando hasta el extremo las imágenes para intentar reconocer quién era quién, con quién hablaba cada quien, quién reía, quién fumaba, quiénes se estaban enamorando, quiénes discutiendo... con la intención, en definitiva, de ofrecerles un catálogo exhaustivo de quiénes estuvieron allí. Renuncié a tal propósito (y superé, por consiguiente, una nueva tentación) por varias razones:

a) Toda foto es un segmento –espacial y temporal- de una realidad mucho más amplia. Suelen quedar, por tanto, fuera de los márgenes de la fotografía muchos de los detalles que la explican, y sobre todo quedan fuera de la fotografía el sonido, el olor, el color del día y el tacto de la mano de la novia del fotógrafo, todo lo cual hace ininteligible ciertas imágenes.
b) La propia vida es, también, un segmento espacial y temporal, a veces incluso menos nítido que una fotografía. La conclusión es que sólo soy capaz de reconocer en las fotos a apenas un diez por ciento de los que están, y les puedo asegurar que eran todos los que estaban. Así que ¿quién soy yo para relegar a nadie al olvido?

La última tentación que superé fue la de no venir hoy aquí. Convendrán conmigo en que esto es un ejercicio de memoria nada saludable; muy literario, si quieren, pero nada saludable. Cuanto mejor memoria tenemos más conscientes podemos ser de cuánto hemos olvidado, y recordar el olvido puede acarrear ansiedad y alguna taquicardia, síntomas de cronopios melancólicos a los que difícilmente una puede dejar de rendirse.

Intentaré, pues, superar ahora, de nuevo, la tentación de llorar larga y tendidamente y les contaré cómo son mis propias fotos, las imágenes que recuerdo de aquel 84. Algo desvelarán sobre lo que queda fuera de los márgenes de estas fotografías que ahora ven, y quizás sirvan de propuesta para que todos los que allí fuimos vayamos completando la galería de imágenes.

En el 84 se estrenó como Rector de la Universidad de Cádiz Mariano Peñalver. Venía de Francia y a las clases de filosofía que impartía en el aula destartalada y fría de la antigua facultad acudían decenas de alumnos de otras carreras y de otras facultades. En ellas, discutíamos calurosamente sobre cuestiones tan poco rentables como las estructuras antropológicas de lo imaginario. Ya saben: Levi-Strauss.

El Decano de la Facultad de Filosofía y Letras era José María Luzón, arqueólogo. A todos nos fascinó su teoría disparatada sobre el caballo de Troya y, durante un tiempo, creímos vivir sobre los fantasmas venerables de Tartessos. Luzón no sólo consintió con entusiasmo que durante dos semanas no asistiéramos a clase y nos dedicáramos a preparar la fiesta de homenaje a Cortázar, sino que, mientras pintábamos los pasillos, levantábamos la Torre Eiffel y preparábamos los solemnes eventos, él paseaba por el centro arengándonos sobre que eso que hacíamos era la verdadera universidad. Y que adelante.

En aquel momento, la facultad era un edificio desvencijado y en amenaza constante de ruina. Algunas mañanas, cuando los militares realizaban prácticas de tiro en el Castillo de San Sebastián, la casa temblaba, y en algún aula aparecía una grieta que amenazaba con dejarnos al cielo raso, todo lo cual solíamos contemplar con cierta indolencia y con muchas ganas de que pasara algo verdaderamente irremediable para no tener la fiesta en paz.

Con la excusa de que allí no había quien viviera, y con las primeras conversaciones entre los alcaldes de la Bahía y la Universidad para que Filosofía tuviera un centro en condiciones, un grupo de alumnos de filología e historia, dirigidos por el Decano, nos echamos a la calle en carnaval con una chirigota que reclamaba un nuevo edificio. Uno de los cuplés decía así:

Filosofía está llena de grietas,
el techo, las paredes, y no como se dice:
que hay muchas rajas, pero no es peligroso
porque ello se debe a que hay muchas gachises.
Algunos dicen que un edificio viejo
es lo más apropiao y es lo que más farda,
pero es que el nuestro está desbaratao
y más bien se parece al coño la Bernarda.
Si no nos dan otro que sea seguro,
que esté un poco más limpio y menos asqueroso,
lo mando tó a tomar por el culo
y me voy a marchar donde diga Barroso.

Las clases de literatura medieval de Chispa, que entonces fumaba –créanme- bisontes sin boquilla, eran otro buen caldo de cultivo para el espíritu reinante. Allí leímos el manifiesto de la nueva poesía postista en la que reclamábamos la estética literaria de las toreritas de Adela Cantalapiedra, a la sazón reliquia franquista de las presentadoras del telediario; allí también sostuvimos un larguísimo debate sobre la existencia real o no del Cid Campeador, en el que Jesús Muriel defendió con pruebas fehacientes que el tal héroe había sido un invento de la posguerra; y allí, en fin, se nos permitió demostrar con abundante bibliografía ficticia que las Coplas a la muerte de su padre no las había compuesto Jorge Manrique, sino otro pobre hombre al que la intransigente sociedad estamentaria había relegado al olvido, dejando así, también, al padre fuera de juego.

Filosofía entró en el Falla por la puerta grande, de la mano de Yusuf y de sus colegas, que inventaron el cuarteto de tres y demostraron que la filología sirve para algo.

En este contexto, quizá pueda explicarse que cuando la noticia de la muerte de Cortázar se extendió por la Facultad la primera y única reacción que hubo fuera: hagamos una fiesta, es lo que le hubiera gustado a Julio. Y supongo que también se explica que en ningún momento, bajo ningún concepto y en ninguna condición, nadie, absolutamente nadie (menos los de siempre, claro) pensara que tenía otras obligaciones que no fueran las de preparar esmeradamente la tal fiesta.

Así las cosas, recuerdo que llegaron cincuenta mil pesetas del Rectorado, las cuales sirvieron para sufragar todos los gastos de infraestructura del acontecimiento. Metros y metros de papel, madera, pintura, luces, escenarios, atrezzo y demás se pagaron con aquellos diez mil duros, a los que no recuerdo que nadie hurtara una sola peseta para pagar el hachís que tanta falta nos hacía para mantener aquel ritmo de trabajo.

De aquellas dos semanas, y del día de la fiesta, tengo, como les decía, unas cuantas fotos guardadas en la memoria. Son imágenes que podrían colorear la rayuela de Julio, porque nos llevaron de la tierra al cielo y porque forman un juego que tuvo sus propias reglas y su propio tiempo, que nos perteneció y nos pertenece, y que a muchos (quisiera creerlo así) nos ha dejado la habilidad momentánea de tirar la china, al azar, y enfrentarnos a la casilla que toque.

Algunas fotos, por tanto:

Rosa Merino, con su voz atiplada e insolente, entraba cada mañana en clase de literatura hispanoamericana y hacía una pregunta que nunca nadie le contestó: “¿Cuándo vamos a comentar los poemas eróticos de César Vallejo?

Alberto Ramos tenía pegada con una chincheta en la pared del despacho una fotocopia del capítulo 68 de Rayuela, ése que comienza diciendo “Apenas él le amalaba el noema...”

Pedro Laria lideraba el movimiento asambleario de los alumnos para que éstos tuvieran una representación del noventa por ciento en el claustro universitario, cosa que nos parecía estrictamente razonable.

En el Patio de los Naranjos, cada dos por tres, y con cualquier pretexto, Marieta Cantos, acompañada por la guitarra de Eduardo, cantaba Alfonsina y el mar.
Susana tenía un novio filósofo del que presumía feliz, pública y constantemente, no por sus conocimientos de Shopenhauer, sino por sus habilidades amorosas. Por su parte, Susana sabía bailar el tango.

Anate presumía de lo mismo, y nos convenció a unas cuantas de que no era una vergüenza llevar preservativos en el bolso.

Rafa Ramírez Escoto y José Manuel Benítez Ariza empezaban a ser poetas y sobre la tarima, entre clases y clase, nos martilleaban con sus rimas.

Ricardo, ajeno a cualquier cosa que no fuera construir la Torre Eiffel, se acercaba cada día más al cielo.

Juan Sáez nos deslumbraba cada mañana con su belleza. Y entonces, la belleza no estaba de moda.

Muchos andaban enamorados de Asun, la bibliotecaria.

En la Biblioteca, por cierto, estaba prohibido hablar, pero era el lugar más acogedor y calentito para las tertulias, el bocadillo y lo que encartara.

Luis Charlo arruinaba las ilusiones de los novatos de primero de filología dando clases en latín (“hoc librum est in Plaza Mina”) y poniendo verdaderamente difícil lo de tomar apuntes.

Muchos andaban enamorados de Encarna, profesora de latín.

En el bar había dos mesas, blancas y fuertes. Las pusimos a prueba varias veces usándolas como tarima improvisada.

Ramón y Lumi se querían.

Flora pintó la rayuela.

El Bombilla hizo de alcalde de París.

Carmen Valle, tesinanda de Cortázar, dio una conferencia.

Eladio también dio una conferencia, ésta sobre la copla de Dña. Concha Piquer.

Del lado de allá quedó el mate, los tangos de Susana y el Monolito de Buenos Aires.

Del lado de acá, el Arco del Triunfo, el Molin Rouge y el Restaurante Maxim´s, por un día de Manolo y Pepi.

Y última foto: todos, absolutamente todos (menos los de siempre, claro) fumábamos.

mayo 06, 2006

Acción de gracias: manual de supervivencia


La presentación del nuevo libro de Ana Rodríguez de la Robla, Acción de gracias, (colección Libros de bolsillo de la Diputación de Cádiz) tuvo lugar el pasado miércoles, 10 de mayo, a las 20,00 hs., en el Baluarte de la Candelaria (Feria del Libro de Cádiz).

La solapa de Acción de gracias recoge con cierto detalle lo que del currículo de Ana Rodríguez de la Robla hay que saber. Y, por su parte, el prólogo de Jaime Siles desentraña con nitidez, rigor y erudición poética las claves esenciales de estos treinta y dos poemas. Una y otra circunstancia tendrían que hacer que yo me preguntara “¿qué hago aquí?” Las respuestas a lo cual son, no por sencillas, menos trascendentales.

En primer lugar, los textos citados que arropan el libro me permiten obviar el extenso currículo de la autora y la bibliografía que habría que ir citando para explicar cada signo y cada significado, lo que me sitúa en condiciones óptimas para cumplir el compromiso de no extenderme más allá de los quince minutos suplicados por Jesús Fernández Palacios.

En segundo lugar, me honra contribuir a que este libro se presente en Cádiz, no sé si el espacio que lo vio gestarse, pero indudablemente el espacio y el tiempo al que Acción de gracias pertenece. Y hablaré de eso luego.

En tercer lugar, me honra todavía más que Ana Rodríguez de la Robla me haya invitado a esta presentación con la intención explícita de que hable, no de los habitantes de su libro (Gamoneda, Adriano, Píndaro, Esquilo…), ya identificados magistralmente por Siles en su prólogo, sino de los habitantes del corazón y de la memoria que han tejido estos versos y a los que podría presentarles, uno por uno, en riguroso orden alfabético, a saber: amor, angustia, barbarie, derrota, deseo, desesperanza, esclavitud, esperanza, liberación, lucha, melancolía, memoria, soledad y sufrimiento.

Y en cuarto lugar (the last but not the least) presentar hoy Acción de gracias me otorga el placer extraño de hacer lo que me da la gana, desde la intuición de que a la autora le ocurre algo semejante, y desde el convencimiento de que Ana Rodríguez de la Robla y yo hemos llegado simultáneamente a la conclusión de que no nos queda más remedio que hacer lo que nos dé la gana.

Esa exacta sensación fue la que tuve cuando la conocí, en el verano de 2005, en el Puerto, y en el marco de unas mesas de trabajo sobre gestión cultural, en donde Ana –recuerdo- arrancaba explicando de forma sistemática cómo proceder en la empresa de la cultura, y terminaba proyectando en un powerpoint un poema lúcido y emocionado sobre la cultura.

Extraño, pensarán. Sin embargo, al abrir hace unos días la primera página de Acción de gracias y encontrar la cita de Huizinga pude comprender lo que en aquel momento sólo me conmovió. “De no querer entregarse a una dura barbarie, era necesario encajar los sentimientos en formas fijas” refiere Huizinga en Homo ludens, un libro luminoso y académico, poético y riguroso, intuitivo y sistemático. Homo ludens explica el paso del estado primordial del individuo en la Edad Media (el espanto de la muerte, el temblor del amor) a otro estado primordial encauzado por la canción y el juego, por esas “formas fijas” que nos permiten –si instalamos en ellas los sentimientos- perder el miedo.

El ser humano que explica Homo ludens es el que renuncia a la batalla que sabe perdida, la que lo desangra, y renuncia a todo triunfo que suponga la muerte del otro, consciente de que eso no va a proporcionarle la vida. Por eso las palabras del Réquiem de Rilke que Ana convoca para emparejar la cita de Huizinga son tan perfectas, tan reveladoras de que el miedo de cada uno, en cada vida, sólo puede ser calcinado por una estrofa que organice los temores: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”.

Acción de gracias reivindica así el luto despreciado por la modernidad, el luto blanco del rito y del responso, el que da consuelo no por simple agotamiento del llanto, sino porque –tomándose su tiempo- ordena la memoria, organiza los sentimientos y orienta el dolor hacia una “forma fija”, una canción con metro y ritmo propios que deja hecho trizas el espanto ante la muerte.

Con absoluta coherencia, los tres poemas que abren Acción de gracias sitúan esa experiencia universal en el modo de oficiar y de sentir particular de la autora, y en su tiempo específico. “Poética”, “Antipoética” y “Telar” son así la tesis, la antítesis y la síntesis del proceso vivido, y el hogar poético en el que hay que entender que se han cocido los demás textos del libro.

“Poética” está edificado sobre las rejas del estilo, desnudas de memoria, hábiles para acoger en todas las sintaxis posibles lo que nos conmueve. “Antipoética” habla del color, del olor, de la sangre y de la saliva, tan inaprensibles siempre. “Telar” da la solución, ordena los vendavales y encauza las corrientes. Es un poema que detalla ese viaje de un estado primordial de abatimiento a otro de lucidez, el final del luto.

Poemario, por tanto, transido de principios fundamentales, asegurado sobre sólidos pilares de reflexión, consciente hasta la última coma. Y sin embargo, poemario privado, a ratos onírico, diario casi sonrojante de una intimidad desde la que cualquier otro poeta, al caer en ella, daría al traste con el sentido virtual de su literatura.

El milagro, aquí, es convocar a Haendel, a Robert Walser o a los esdrújulos latinos sin que los renglones de la historia nos velen el descubrimiento del poema. Y convocar, a la vez, la propia consciencia de saberse santa y perversa, noble y mezquina, asesina y apuñalada, sin que la verdad privada manche con sus secretos desvelados la naturaleza ficticia connatural al texto.

El milagro lo hace la barbarie, eso que nos llega a la vez que la melancolía del verano infantil y que nos estremece dejándonos solitarios en un mundo inmenso (“La soledad del mundo era una playa”). Lo hace la tiranía, que no es sino la capacidad que le reconocemos al amante cuando su beso es como un relámpago en las venas y su cobardía como un cuchillo sobre la mesa. Lo hace el abandono, que es lo que sentimos cuando despega el avión y la ciudad que dejamos, en un picado cinematográfico, se nos vuelve absurda para la felicidad. La nausea, la sangre derramada y los desperdicios del corazón, que son las sustancias de colores concretos que nos certifican el sufrimiento.

Y esta madeja de cosas, como digo, ordenadas en el telar, devienen en Acción de gracias en una narración luminosa, triunfante en el sentido que Rilke da en la primera página a las victorias, que podría tener como colofón –para mí lo tiene- un verso de no recuerdo quién pero perfecto: “Todo lo que perdí me pertenece”.

Por eso Acción de gracias no es un libro triste –como me apuntaba Ana equivocadamente en un correo electrónico y sin embargo conmovedor-, sino un manual de supervivencia en el que quien escribe (turista accidental, como todos) ha tenido la fortuna de celebrar en “formas fijas” las necesidades primarias que a otros atormentan: amar y sobreponerse.

El poema, como decía Ana en otro correo reciente, una vez escrito vuela y significa solo. Eso pasa también con el tiempo del poema que, escrito en un aquí y en un ahora, adquiere su propio tiempo. Me da la impresión de que hoy es el tiempo exacto de Acción de gracias. Y eso me lleva a pensar que a lo mejor estamos aquí no porque no nos quede más remedio que hacer lo que nos dé la gana, sino porque, afortunadamente, no nos queda más remedio.


Telar

En el principio fue la noche del objeto,
la materia adivinada entre las sábanas,
tras lo imprevisto de la mano junto al ojo
y el mar azul que inmerecido se deslizaba por el pómulo.

La palabra llegó mucho más tarde,
cuando las letras todas yacían sorprendidas
en un cieno de desórdenes sintácticos
reflejo del otro: ése que también me explica
y me inicia cada vez que me levanto
y me asomo a la ventana y digo
otra vez estoy aquí.

Ahora una malla tensa me sirve como cielo y me protege,
me aísla de las paredes sin retratos,
de la infamia de la sonrisa dividida,
de la sangre que corre loca hacia el desagüe.

Malla trampa mortal, escandalosa, de escribir.

(De Acción de gracias)

mayo 05, 2006

Cambalache Jazz Cádiz


Antonio de Cos (Cádiz, 1978) acaba de estrenar en Cádiz y Madrid su primer documental, 20 años no es poco: Cambalache Jazz Club. Su experiencia en la realización cinematográfica comienza con un corto anterior, Por las venas de la noche, y se proyecta con ilusión e inteligencia hacia lo que pronto será su primer largo, Me debes la vida.

20 años... recoge -en un formato consagrado por Trueba en El milagro de Candeal- escenas de la música y la vida -diurnas y nocturnas- de Cambalache, un lugar encantado que se enrosca entre las calles antiguas del Cádiz más fenicio desde hace veinte años, y en el cada madrugada, desde entonces, un piano, un bajo, una guitarra o una voz han dado cobijo feliz a sus parroquianos.

Comandado por Hassan, un oriundo de Casablanca que vino, se enamoró, quedó vencido y cuenta su historia con un delicioso acento suratlántico, Cambalache se ha generado a sí mismo como un espacio local en el que se reproduce lo más primario y universal: la necesidad de amigos y la necesidad de música. Deviene así en un acogedor cruce de caminos sin salteadores y en un paisaje interior confortablemente multirracial.

Todo eso, y sobre todo el llanto y la alegría simultáneos del jazz o del flamenco, ha sabido retratar con talento Antonio de Cos. Cincuenta minutos para desabaratar las fronteras de las modas estúpidas o de los géneros, y para obtener una foto fija del convencimiento de que más vale morir que vivir sin la propia melodía.

abril 25, 2006

José Manuel Benítez Ariza, el nombre exacto de las cosas


Presentación de José Manuel Benítez Ariza en el ciclo Pliegos de agramante
(Jerez, Fundación Caballero Bonald, 19 de febrero de 2004)

He leído en algún sitio una frase oportuna: lo humano no es la duda, sino la contradicción. Aparte de su discutible certeza, aparte de su incluso rancio sabor a adagio tradicional, me viene muy requetebién para arrancar en una labor que me asusta: presentar a José Manuel Benítez Ariza. Como sé bien que lo verdaderamente humano es el miedo, no tengo reparos en decirles que esta situación me asusta por varias y concretas razones: por ser quien es quien presento, por ser poeta, por ser mi amigo y – a lo mejor, quizás, sobre todo- porque lo hago delante de poetas que van a juzgar cómo juzgo yo a un poeta. Como sé también que lo verdaderamente humano es el amor (y el arte, de paso) acabo postergando todos esos temores y me dejo seducir por la oportunidad de presentar a José Manuel Benítez Ariza al hilo de sus contradicciones que, para mí al menos, son las que lo hacen poeta, o en todo caso son las culpables de que yo, al fin y al cabo, lo quiera.

El obligado memorandum se impone. José Manuel Benítez Ariza nació en Cádiz en 1963. Eso significa, por ejemplo, que tiene memoria cierta de la primera huella del hombre en la luna y que la luna sigue siendo para él una indescifrable naranja arrugada que brilla en la ventana. Eso significa que cuando tuvo veinte años fue ateo y frecuentó dos templos: los pubs y los cine-clubes, quién sabe si a la búsqueda de lo mismo. Significa también que no conociera el paro laboral y que, por tanto, El apartamento le parezca una película de amor. Y significa, en fin, que –como todos los que nos mecemos en la cuarentena- suele dejarse llevar por la melancolía y por un claro desafecto hacia las generaciones colindantes, tachando de cobardes sexuales a los del sesenta y ocho y de toscos y ágrafos a los nacidos después del setenta y cinco.

Aparte de estos errores sentimentales, de los que sólo la edad ha sido responsable, la creación literaria de José Manuel resulta desbordante. Y he aquí la primera gran contradicción. En un pequeño poemario publicado precisamente en Jerez en 1988, leo “la verdad sea dicha, escribo poco y despacio. Paso largas temporadas sin escribir y, en los períodos en que digo que estoy haciéndolo, puedo llegar a redactar, como máximo diez o doce poemas, de los que acabaré desechando la mitad”. En 1988 yo conocía muy poco a José Manuel. Acaso era, en aquella promoción de filología que compartimos, El Poeta, hombre silencioso al que unos cuantos progres (pero, sobre todo, gamberros) pedíamos que leyera sus creaciones sobre la tarima, entre clase y clase. En muchos años no pude comprender por qué nos obedecía. Luego entendí que no nos obedecía, ni mucho menos, sino que nosotros éramos los oidores obedientes de su coquetería literaria y de su vanidad. Y no otra cosa son esas palabras del 88, que con su disfraz de atonía creativa dan el preámbulo a unos años donde –estén al quite- este hombre de poca letra ha llegado a publicar: cinco libros de poemas (Las amigas, Cuento de invierno, Malos pensamientos, Los extraños y Cuaderno de Zahara), dos novelas (La raya de tiza y Las islas pensativas), dos libros de relatos (La sonrisa del diablo y El hombre del velador), dos volúmenes con sus ensayos sobre cine (La vida imaginaria y Me enamoré de Kim Novak), un sinfín (y pueden contarse por centenares) de artículos, reseñas y colaboraciones periodísticas; y, por otra parte, una serie de traducciones esmeradísimas y brillantes de Kipling, Conrad y Henry James. Yo, que quiero seguir siendo su amiga después de esta presentación, me lo he leído todo.

No sé, por tanto, a qué llama José Manuel Benítez Ariza “escribir poco”. Tampoco tengo muy claro qué considera “escribir bien” porque nuestras discusiones sobre literatura son tan bizantinas y tediosas para quienes las sufren que no nos llevan a ningún juicio sereno, y más bien acaban abocándonos, tras varias horas de enredar, al arrepentimiento de discutir sobre lo que más bien nos une. Sí tengo muy claro, sin embargo que este invitado de hoy a Pliegos de agramante es un grandísimo escritor, y tengo clarísimo que es uno de los mejores poetas en castellano de la segunda mitad del siglo XX, si me apuran a que ponga etiquetas de historiografía literaria.

Podría demostrarlo. Lo voy a intentar, de hecho, en los próximos tres minutos. Y luego me callo.

¿Qué es un poema? Probablemente un trozo nítido, exacto y verdadero de realidad que a la mayoría de los mortales nos está negado contemplar por nuestros propios medios. Quiero decir que casi todos (todos, menos el artista) vivimos fiándonos de las apariencias y atravesamos la vida dando pasos de sonámbulo y guiándonos por lo que nuestro torpe tacto nos dice del grosor de la pared, de la altura del escalón o de la proximidad de la esquina. En un poema, en cualquier poema de José Manuel, en todos lo poemas de Garcilaso, en los sonetos de Lope de Vega, en la Oda I de Fr. Luis de León o en muchos versos de Eliot, por ejemplo, lo verdadero es sustancial; y la esencia de las cosas, y su feliz significado, se muestran como en un cuadro en el que el pintor ha prescindido del paisaje, del personaje, y hasta del color para decirnos cómo es verdaderamente una tarde de septiembre.

La cárcel del verso, el soneto, cuando cae en manos de un poeta, revela admirablemente esta cuestión. Yo quiero leer un soneto de Benítez Ariza que da el nombre exacto de las cosas. Se llama IGLÚ.

Del exterior hostil, del invierno que excita
el hambre de las fieras, de la nieve
que confunde la ruta del cazador tardío,
de la noche polar, de las ventiscas

depende la existencia de la casa de hielo,
extraña construcción que nos protege
del frío, de la nieve, de las fieras, del bárbaro
cazador sin fortuna y de la noche.

Para los que habitamos estos climas difíciles
se construyó. Tan sólo en este mundo
puede darnos cobijo y ser su nombre,

la palabra esquimal que lo designa,
intraducible en todos los idiomas,
la idea más exacta de la felicidad.

¿Lo ven? Es lo que quería explicar. Y voy, con esto, a subrayar otra contradicción. Dice José Manuel en algún sitio que sus poemas “cuentan cosas”. No estoy de acuerdo. Creo que sus poemas dicen cosas, entendido el “decir” en el sentido más certero del bendito verbo. O mejor: sus poemas, revelan cosas. Re-velar, esto es, descubrir o manifestar lo ignorado o secreto. Y sucede que, para que esto ocurra, este hombre tiene que contemplar sus propias referencias con mirada cinematográfica, como contempla Drácula, King-Kong o La diligencia, de los que concluye en ensayos verdaderamente reveladores para los que vimos y nunca vimos la película, y en apreciaciones que son versos, versos extremadamente simples y perfectos como éstos:

“El tiempo tiende a igualarlo todo, pero no de una manera inocente”
“Al terror le sienta bien el cine mudo”
“Salimos del cine con la secreta esperanza de no encontrárnoslo por la calle”
“Un tren, ya se sabe, se convierte en un mundo aparte en cuanto se pone en marcha”
“Que una película para niños cumpla sesenta años da que pensar”

De lo cual deduzco yo –y casi con toda seguridad disintiendo de José Manuel- que esta lucidez de sus poemas se genera en la confusión, de ahí su ir y venir entre fantasía y realidad, entre cine y salas de cine, entre las letras y la literatura... Y su tozudez en contradecirse, para poder darle la razón a todas las miradas que lleva dentro.

Contradiciendo ciertos principios de nuestra amorosa enemistad, debo concluir en que es para mí un auténtico honor (y una muestra de confianza que no merezco) presentar en Pliegos de agramante a José Manuel Benítez Ariza. Que a continuación –no lo duden- pasará a llevarme la contraria.

Algeciras, territorio de narradores


Presentación del libro de relatos de Manuel J. Ruiz Torres, La cuerda floja (Fundación Municipal de Cultura José Luis Cano, 2004)
Algeciras, 30 de abril de 2004

Presentar un libro –no nos engañemos- es esencialmente, para quien lo presenta, un acto de exhibicionismo como lector, y en buena medida también una prueba: ¿es el presentador un lector competente? ¿sabe desentrañar del texto las pistas que el autor consciente o inconscientemente ha ido esparciendo y que le dan a la lectura un sentido? ¿comunica al público su admiración por el libro y prepara bien el terreno a futuros lectores?. Todo eso. Lo cual da una idea de hasta qué punto el presentador, como cualquier lector al fin y al cabo, pero en este caso en público, al hablar del libro, habla, sobre todo, de sí mismo.

En la misión que se me ha encomendado de presentar el tercer libro de relatos de Manuel Ruiz Torres, La cuerda floja, este exhibicionismo se hace hipérbole, hasta el punto de relegar lo de ponerse a prueba a un segundo plano. Me explico. De los relatos de La cuerda floja conozco su génesis, sé que fueron antes de ser escritura; a algunos de ellos he podido leerlos a medida que se hacían, conociendo una tarde un inicio, un personaje, y añadiéndose, en los días siguientes, el resto de las voces, de los espacios y de las anécdotas hasta hacerse cuento; y hay más: mi propia vida, mi memoria, algunas de mis penas más íntimas y muchos de mis más felices recuerdos son referentes aquí proyectados. No diré que La cuerda floja habla de mí (se que la ficción, en cuanto que ficción, gracias al cielo es mentira), pero les puedo asegurar que, como protagonista o como testigo, personajes de estos cuentos que no llevan mi nombre hablan con frecuencia en mi nombre, lo cual, antes que nada, agradezco profundamente al autor, que aquí también, a través ahora de la literatura, me explica cosas que yo nunca supe explicar.

Puedo, en fin, hablar de La cuerda floja desde esa atalaya privilegiada que les cuento, pero siendo Algeciras la ciudad donde se estrena el libro estoy obligada, antes que nada, a hablarles de la intimidad que entre este territorio y el hecho de narrar existe, algo que por descontado puede ayudarnos a conocer ya ciertas claves de esta colección de relatos.

Llegué por primera vez a Algeciras de la mano de Manuel Ruiz Torres hace diecisiete años, comenzando entonces un descubrimiento que todavía me depara algún elemento nuevo cada vez que cruzo la frontera mágica y nebulosa de Pelayo y visito –siempre con la sensación de que se trata de un sueño- esta ciudad. La primera vez que dormí aquí lo hice en un piso franco, frente al parque, en el que convivían un grupo de opositores a funcionarios de prisiones, unos cuantos poetas y algún periodista. La casa, al menor uso del cuarto de baño, se inundaba como el Macondo de García Márquez en la época de las lluvias torrenciales y, como en aquel Macondo, las gentes que la habitaban seguían placenteramente su vida con dos palmos de agua bajo sus rodillas. La primera vez que vine a la feria me asombré viendo cómo, a altas horas de la madrugada, un grupo de británicas dirigidas por un particular coreógrafo algecireño, ganaban un concurso de sevillanas, al término del cual una popular tienda de lencería femenina repartió bragas de fantasía entre el público. Otra vez, de la mano de Juan José Téllez y de Guillermo Pérez Villalta, me sobrecogió el alma contemplar la capilla levantada por El Niño de las Coles en medio de un descampado de los alrededores de la ciudad: toda una ermita construida con puertas, barandales, cabeceros de cama, restos de sillas y un sinfín de material de presunto desecho al que ni yo ni nadie que no haya nacido aquí imaginaríamos convertido en arte.

No sé si me explico. Muchas más escenas como éstas de las que hablo son las que me dan una idea cierta –pero siempre onírica- de Algeciras, a la que irremediablemente tengo que vincular a la literatura aunque ustedes, los algecireños, vivan con normalidad este estado surrealista de la existencia.

Siendo la literatura un estado virtual de las cosas, en el que las cosas deshacen sus relaciones lógicas –quiero decir- para reordenarse en una nueva lógica que es el arte, esta tierra es eminentemente literaria y, más concretamente, pura narración. Es lógica, por tanto, la abundancia y la calidad de sus narradores, y la inclinación de todos ellos por un relato en el que dicen no inventar nada, sino simplemente llevar al papel lo que ven. Manuel Ruiz Torres es uno de ellos –me parece que el mejor- y esta Cuerda floja una muestra de esa percepción literaria esencial de la que hablo.

Los nueve relatos que forman el libro no parten de un referente exótico ni críptico: las anécdotas recorridas –soy testigo, como les he dicho- son parte de la cotidianidad de cualquiera de nosotros. Sin embargo, en el proceso de la alquimia, La cuerda floja deviene en un espacio circense en el que, desde el primer número hasta el último, desfila todo un universo imaginario: los arriesgados acróbatas, saltimbanquis venidos de los más lejanos rincones del mundo, un bestiario de animales salvajes del todo cinematográfico, o un avezado prestidigitador que provoca el misterio y el asombro haciendo aparecer y desaparecer ante nuestros ojos gigantescos objetos. Como en otros libros del autor, éste pide una inmersión completa, reclama ser leído de cabo a rabo, porque la primera página y la última son puertas de entrada y de salida a una inmensa cueva –o a un circo si quieren- en la que vivimos una experiencia trascendental de la que podemos salir transformados. Léase aquí que la aventura está contada, entonces, en los términos en los que por muchos siglos se ha planteado. Léase, entonces, por no remontarnos demasiados siglos atrás, que el espacio clausurado de los nueve relatos reproduce el de la Peña Pobre del mítico Amadís de Gaula, en la que el héroe permanece cuarenta días y cuarenta noches delirando y, en el delirio, accediendo a la revelación de la verdad; léase que también reproduce el de la Cueva de Montesinos, habitada por el delirio de Don Quijote en imitación de Amadís; o asimismo el viaje a las tinieblas de Virgilio de la mano de Dante.

La literatura como viaje iniciático impone además, una serie de convenciones que aquí se cumplen a rajatabla. No sólo en la colección, también en cada uno de los relatos existe, lo primero, un entorno espacial que limita las fronteras de la experiencia y, en ese espacio, unos personajes que, en el tiempo que dura la aventura, viven en una identidad ajena a su devenir cotidiano: igual que Amadís no es Amadís, sino Beltenebros, en lo que dura su delirio; o igual que Don Quijote no es Don Quijote, sino El Caballero de la Triste Figura, en lo que dura el suyo. Ese convencimiento de que lo literario sólo tiene posibilidad de existir en un universo clauso, que escapa a las coordenadas de la realidad percibida por los comunes, es lo que me parece que debe este autor y otros al espacio onírico del Campo de Gibraltar en el que han crecido. Piensen por un momento: viven todos ustedes en un territorio marcado por las fronteras, más allá de la cuales existe otra cosa muy distinta: la frontera geográfica de la Sierra que los aisla, la frontera política de la Roca, lindando nada menos que con un imperio extraño, la frontera del mar, adosada a un continente con otro color y con otro dios. Irremediablemente, debe ser así la literatura que desde aquí se genere.

Y voy a lo concreto. Cada uno de los cuentos de La cuerda floja es, en definitiva, un espacio para la aventura en el que conocidos, amigos, familiares, vecinos, el propio autor y –como les decía- yo misma, viajamos transfigurados en otros nombres cuya falsedad –cuya literariedad- hace posible la comprensión de la anécdota real que da vida a cada relato.

Una noche de carnaval, por ejemplo, limitada entre el ocaso y el amanecer, revela a Ágata el verdadero significado del amor, incomprensible para ella en el trajín cotidiano de la supervivencia: eso pasa en Acróbatas. El día de la primera comunión y, en un espacio muy constreñido, el del tranvía jardinera que recorre el camino de Cádiz a San Fernando, revelan al niño el verdadero significado de la muerte, incomprensible para él en la abstracción del cuerpo de Cristo que le espera en cada misa dominical: eso pasa en Recordatoria. El territorio estrecho de los escasos veinte kilómetros que separan Europa de África revelan al inmigrante el sentido de su riesgo y nos dejan, a los lectores, acceder a la verdad de la vida: eso pasa en Horizontes lejanos. Sólo los límites del jardín permiten respirar al abuelo de Abel, para quien la frontera de la calle es la amenaza de la confusión y la certeza de la asfixia: eso pasa en El jardín de las hortalizas. Sólo es posible entender la envidia, la crueldad y la bondad del ser humano en el clausurado espacio de un pequeño bloque de viviendas, parábola definitiva de las guerras y de los acuerdos: eso pasa en La perrera. Únicamente, en fin, en la atrincherada soledad de un pueblo de la Sierra es verificable el peso de la memoria y de la historia de todos en cada uno de nosotros: eso pasa en El robo de la custodia.

Sabiendo como sé que la lectura recurrente de Manuel Ruiz Torres es el Robinson Crusoe de Defoe; y sabiendo que su imaginario infantil se ha hecho en esta otra isla que es Algeciras, me parece lógico, por tanto, que su narración se haga siempre desde la autoridad con que un Robinson integra a otros posibles habitantes de su soledad. Todos los personajes de La cuerda floja fueron un día personas que arribaron a la costa del autor y a los que él, incapaz de interpretarlos desde la realidad de la que emergían, cambió el nombre y el oficio, haciéndolos literatura: “Te llamaré Viernes”.

abril 22, 2006

Match point, el anillo en el agua


Match point (Woody Allen, 2005)

Es el punto de partido, el que decide un set, un partido, y definitivamente la victoria o la derrota. Por el título, las sugerencias de la voz en off y la alegoría visual parece que la película de Allen retrata la suerte. No es así. O es también otro retrato, el de la desesperación. Y es una fábula, una suerte (ahora sí) de fábula moral sin moraleja.

Chris Wilton ingresa en el mundo adulto del amor desesperado (¿hay otro?) en el mismo momento en que ve por primera vez a Nola Rice, frágil ésta para devolver la bola de pin-pon, pero de sobra poderosa para que Wilton no tenga más remedio que arrojar su anillo al agua. El camino de Chris, desde ese momento, no es el de la ambición desmedida que todo lo arrasa, sino el de la desesperación humana, consustancial al cuerpo (el alma se perdió con el anillo) y habitada de sudor y de lágrimas. Por eso, cuando en el penúltimo momento el anillo no cae al agua, no es la suerte quien gana, sino el azar, que lleva al tenista abatido a la única salida posible: la derrota.

abril 21, 2006

Manuel J. Ruiz Torres: la foto, la luna, el cuento y el libro


Presentación del libro de relatos de Manuel J. Ruiz Torres, Foto en la luna (Algaida, 2003)
Chiclana, Fundación Quiñones, 17 de marzo de 2004

Quisiera que esta presentación de Foto en la luna tuviera el sentido político que cualquier acto público desarrollado en estos días debiera tener. Sé que su autor, Manuel Ruiz Torres, no desdeñará este propósito y, aunque no conoce de antemano mi presentación, sí conoce que conozco perfectamente su literatura, y por lo menos sospecha que no voy a dejar pasar la oportunidad de exponerles cuánto de compromiso hay en la misma.

Hace menos de una semana murieron doscientas personas en Madrid. Inmediatamente antes, y a lo largo de un año, ni se sabe cuántos inocentes más han ido muriendo en Irak. Éstos y aquéllos se han hermanado en la muerte, bajo una misma injusticia y una misma mentira, y son los mismos difuntos que todos, de la misma manera, debemos llorar. Si el escritor no se hace eco de lo que está pasando, el arte no tendría sentido. Así pensaría Fernando Quiñones –pensé el lunes por la mañana, cuando lo recordaba, como cada día, al pasar por la Alameda, y le dedicaba el pensamiento alegre de la derrota electoral de la derecha-. Así me parece que se piensa en estos relatos de Foto en la luna, en los que el dolor personal se hace uno con el dolor de los otros, y el presente particular se explica con particulares y colectivos pasados históricos.

Manuel Ruiz Torres –para quien no tenga antecedentes- llega a Foto en la luna de una manera muy lógica y natural, como Blas de Otero llegó un día a la poesía del compromiso (el hombre que bajó a la calle y rompió todos sus versos) y como Cervantes, también, se lió la manta a la cabeza, depuso sus particularidades neuróticas y acometió la empresa de contar la contrautopía de su época: la dificultad para ser libre. Llega –como digo- este escritor tras un recorrido que parte de poemas intimistas, poemas sin paisaje (sólo el tú y el yo amoroso, y sobre todo el yo), y recorre una transición en Atributos masculinos, su anterior libro de relatos, en el que el yo es, antes que una verdad, una impostura gramatical para entender a los otros.

La siguiente parada, Foto en la luna, deviene así necesaria. En el otoño de 1999 el escritor visita una exposición de fotos lunares en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Aquellas fotos inmensas, en la tiniebla grandilocuente de las luces violetas, dan expresión a la búsqueda intuitiva de un nuevo lenguaje, el de estos relatos. Hay una foto especial, una foto de una foto, una foto del suelo lunar sobre el que reposa una foto de una familia americana –la del astronauta que hace la foto- que, al ser contemplada, comienza a convertirse en la clave del discurso del libro aún no escrito. El discurso de Foto en la luna se va haciendo así en la recurrencia de esa imagen; no sólo la imagen de la exposición, sino la de la escena completa: un yo (el del escritor) que contempla –y comprende- a otro yo (el del fotógrafo astronauta) que contempla y trata de comprender el sentido del todo, del universo, procurando de esa manera comprenderse.

Cada uno de los relatos de este libro repite esa misma imagen. La luna, la inmensidad oscura del cosmos, es, alternativamente, la época de la revolución de Trostky, o el desierto africano atravesado por inmigrantes, o el hospital atiborrado de vidas heridas, o la casa grande en perpetuo luto, o el Océano Atlántico. La foto fotografiada sobre la luna es la del niño sacando los peces de la pecera para que respiren, la del bedel de la Biblioteca gaditana, la del hombre encaramándose a la patera, la de la cincuentona enamorada, la de Zita, la de Héctor y la de Natalia. Quien hace la foto es el hombre que escribe y que, al hacerlo, se disuelve en las vidas y en los momentos de los otros, compadeciéndose y comprometiéndose.

Foto en la luna, por tanto, es literatura comprometida. Entendamos que el compromiso literario no es panfleto denotativo, sino discurso solidario que se rasga las vestiduras por la libertad de los demás y por la propia. Y entendamos que el deber social y personal del escritor es organizar el pensamiento de los desorganizados (de los que no somos escritores) y hacer que, al menos en el arte, todo tenga sentido.

Esta facultad de organizarnos el pensamiento a los lectores está en ciertos escritores cuyo sentido del relato breve trasciende en mucho el concepto de pieza suelta en la que ocasionalmente volcar un argumento, una anécdota o un sentimiento. Y que también operan con una vinculación muy íntima entre el referente de la realidad del que parten y el propio texto. A mi entender, el inicio probablemente esté en la narrativa de Boccaccio, en el Decameron, en el que el autor enmarca sus relatos en la interlocución de un grupo de cortesanos retirados en una quinta desde la que huyen de la miseria física y moral que asola Florencia. Sigue con Cervantes, con sus Novelas Ejemplares, enmarcadas en el diálogo sabio de dos perros, Cipión y Berganza, y se reitera en algunos autores del Siglo de Oro, cuya confusión de fronteras entre realidad y fantasía, entre géneros narrativos, poéticos y ensayísticos, los llevó a la feliz invención de la novela.

Recuerdo que, cuando presenté El coro a dos voces, la obra de Fernando Quiñones me sugirió la misma relación. Y creo que Foto en la luna sigue el mismo camino, quizás por la influencia (reconocida por Ruiz Torres) de los caminos trazados por Quiñones en su narrativa.

Creo, pues, que la organización de estos relatos de Foto en la luna, su disposición voluntaria, pide una lectura global, que aproveche la interlocución entre los distintos textos. Y pide dejar para el final el último relato, Río Negro, el que une las dos orillas, el lado de acá y el lado de allá, y el que condensa cuánto de vida ajena y de vida propia, de presente y de pasado hay en el libro.

Me alegro mucho de presentar Foto en la luna este 17 de marzo. Y agradezco sinceramente al autor que me lo haya permitido. Mi lectura del libro ha organizado decisivamente mi condición de ser social. En otras palabras, me ha ayudado a comprender a los otros, y ahí –nada menos que ahí- se concentra el compromiso literario. Espero que a ustedes les pase lo mismo.